Por Irene López Assor. Directora de la Fundación Gestiona
15 de mayo, Día Internacional de la Familia
Creo que resulta conveniente y necesario hacer una reflexión acerca del papel fundamental que la institución de la familia juega en la educación de los hijos, algo que a menudo olvidamos los propios padres y madres. Lo olvidamos por ejemplo cada vez que nos sorprendemos a nosotros mismos reproduciendo discursos o actitudes de nuestros padres que juramos no repetir con nuestros hijos. Porque, ¿qué padre o madre no se ha reconocido alguna vez en comportamientos aprendidos de sus mayores de los que un día renegó? Y la sorpresa es mayúscula cuando de pronto la madre que creía la más dialogante y tolerante del mundo se encuentra soltándole a su hijo: “Mientras vivas bajo mi techo harás lo que yo te diga” y otras sentencias por el estilo. O cuando el padre que presume de moderno e igualitario en sus planteamientos sociales y de género en otras facetas de su vida, permanece callado mientras ve como al terminar de comer sus hijos varones vuelan hasta el sofá y el televisor mientras sus hijas recogen la mesa.
Ese tipo de situaciones que tanto nos desconciertan, porque nos hacen sentir que nos estamos traicionando a nosotros mismos, son la prueba palpable de que la herencia familiar tiene un peso enorme en nuestro desarrollo como individuos, mucho más del que podemos suponer. Una herencia que aflora de un modo muy evidente cuando estamos educando.
Pero ¿por qué es casi inevitable que a la hora de educar terminemos convirtiéndonos en una especie de reencarnación de nuestros padres? Básicamente porque esos comportamientos aprendidos de nuestros mayores constituyen ni más ni menos que nuestro modelo de referencia. Y es que la familia ha sido y sigue siendo la base del crecimiento y educación del niño. Lo que transmitimos como padres tiene un enorme calado en el menor, una herencia que se perpetuará hasta la edad adulta y que condicionará su autopercepción y su propia identidad. Hay que tener muy presente que esos ejemplos son una fuente primara y de plena confianza para el niño acerca de la realidad. Por ello, inevitablemente, los modelos vividos e interiorizados en casa serán los cimientos de los que el niño desarrollará cuando alcance la edad adulta.
¿Y qué sucede cuando nosotros mismos no nos sentimos satisfechos con esos comportamientos heredados? Cuando se producen contradicciones con el modelo, es necesario hacer un trabajo terapéutico intenso para tratar de encontrar ese otro modelo con el que nos sintamos más cómodos pero que, al mismo tiempo, nos permita reconciliarnos con el anterior, con el de nuestros padres. Está demostrado que cuanta mayor ira y rechazo nos produzca el modelo aprendido, mayores posibilidades habrá que terminemos pareciéndonos a él con el paso del tiempo. Por el contrario, cuanta mayor sea el grado de aceptación e integración del modelo recibido, más libertad tendremos para generar el nuestro propio a partir de sus bases.
Así pues, los padres han de ser especialmente conscientes y cuidadosos con los mensajes y etiquetas que transmiten a sus hijos, ya que muchas de ellas permanecerán en ellos para toda la vida. Únicamente recurriendo a largos y complejos procesos terapéuticos se puede llegar a eliminar determinadas etiquetas negativas que el niño recibió de sus mayores y que quedan grabadas en su subconsciente.